Elegí la primera función del estreno de La Piel que Habito, para ver lo último de Almodóvar. Llevaba esperando desde hace años, cuando le oí una entrevista en la radio, donde anunciaba sin mucho detalle que no paraba de darle vueltas a una idea que se le había instalado en la cabeza al leer la novela Tarántula.
Por los pocos datos que le iba pillando a lo largo de la década que ha tardado en plasmar la historia de “Vera”, el personaje de Elena Anaya, el deseo de ver el resultado final se hacía en mí casi irrefrenable. Ayer, por fin, pude satisfacer mi alimentada curiosidad y fue… raro.
Lo cierto es que no soy capaz de discernir si La Piel que Habito me ha gustado o no. De hecho, cuanto más analizo mis emociones más desconcertada me siento. Primero porque lo que más me ha gustado de la última película del manchego universal ha sido su maravillosa fotografía, lo que cuentan las paredes de la casa del personaje de Antonio Banderas (cuadros, monitores de TV, graffiti…), el traje y la máscara de la protagonista, el sonido y la música y un Jan Cornet y una Elena Anaya que están monumentales.
La historia que cuenta Almodóvar también es de antología, pero no sé, tal vez demasiadas referencias a títulos maestros de la historia del cine: “Ojos sin rostro”, “Frankenstein”, incluso “El Coleccionista”… referentes todos que adoro y me marcaron desde mi infancia, pero tan contundentes que obligan a las odiosas comparaciones.
Quizá por ello me haya resultado más difícil encajar esta propuesta de Pedro Almodóvar que, de todos modos, me parece de una valentía excepcional. Cuando los genios son genios no se conforman con ello y continúan arriesgando y jugándose el todo por el todo y así, La Piel que Habito es un ejercicio de humildad, en contra de lo que han criticado muchos especialistas de este país de envidiosos.
Lo que no perdono es la, a mi juicio, errónea dirección de Antonio Banderas, que a fuerza de obligada parquedad casi ni interpreta, y de Marisa Paredes, quien una ya no sabe si se ha tragado a Eusebio Poncela o ha sido el actor quien se ha comido a su clon femenino, pero a ver quién se cree que es una chacha…
Algunos patinazos también en momentos puntuales de la historia, con personajes innecesarios o confesiones forzadas entre individuos que una no llega a alcanzar en qué momento se granjearon la confianza mutua para convertirse en confidentes.
Aún así, Almodóvar consigue con su película momentos de intensidad agobiante, porque el terror que nos plantea es un terror simple y con ello no quiero decir que sea nimio, todo lo contrario. Se trata del horror que es capaz de producir cualquiera de nosotros. Un espanto nacido de la atrocidad más atávica y primitiva del ser humano. La venganza y el odio extremos como sistema para conservar una cordura ficticia y una vida vacía de cualquier tipo de emoción.
El conjunto resulta demasiado complicado para poder digerirlo de una sola sentada y tal vez, como augura Banderas, el film del manchego necesite unos años para poder ser tratado con justicia. De todos modos, como desde hace bastante tiempo, el coraje de Pedro Almodóvar ha sido mejor recibido fuera de nuestras fronteras. Aquí queremos “encadenarlo” a la cueva de la Movida.