Cuando hace cuatro años la entonces ministra de Sanidad anunció una Ley Antivino una ola de descrédito al estilo ‘eso no puede pasar aquí’ recorrió el país.
Efectivamente, no pasó, así que el efecto Pedro y el lobo se propagó ante la llamada Ley Antitabaco (la última de las que han regulado este asunto desde que se hiciera por primera vez, en 1988). Pero, en esta ocasión, sí pasó.
¿Por qué iba a suceder en todos los países de nuestro entorno y no en éste? Una respuesta podría ser que España es el quinto en el que más se fuma de Europa (sólo nos ganan Grecia, Bulgaria, Hungría y Letonia), y otra que es, estadística en mano, el que cuenta con más bares y restaurantes per cápita, y a éstos se dirige el grueso de la restricción.
La mayoría recordará todavía cuando se fumaba en los aviones, y hoy parece ciencia ficción que en una cápsula sin ventilación con 200 pasajeros a bordo estuviera permitido. Sin embargo, no hace tanto. Sucedió hasta 1999.
Algunos hemos asistido a clase de literatura con nuestro profesor encadenando un pitillo tras otro y muchos incluso vieron a su médico sosteniendo con una mano el cigarro y con la otra el palito de madera para examinar las anginas. También vimos, hasta 1988, anuncios en televisión promocionando marcas de tabaco como hoy los vemos de yogures, algo que nos deja con la boca abierta.
Esta ley ha inaugurado una nueva época que nos obliga a reinvertar ciertas costumbres arraigadas, pero no es la primera vez que lo hacemos ni seguramente será la última. Aun así, siempre habrá alguien que diga lo que contestó Winston Churchill al general Montgomery cuando le dijo que tenía una salud al cien por cien por no beber ni fumar: ‘Yo suelo beber bastante y fumo un cigarro tras otro. Por eso tengo la salud al 200%’.