Por tener a Jackie Kennedy en una película habría matado Blake Edwards (y casi cualquiera) y a Michelle Obama podemos imaginarla como musa perfecta de Spike Lee o Paul Haggis. Aunque ellas nunca lo hicieran.
Hay que llamarse Carla Bruni y tener la excusa de ser primera dama, y además artista, para darse el baño de vanidad de rodar un filme con Woody Allen. Ya lo dijo ella: ‘Tal vez sea mala actriz, pero podré contarle a mis nietos que trabajé con él’.
Se sabe que en el universo alleniano no existen los reponedores de supermercado ni los limpiacristales. Sólo habitan marchantes de arte, escritores, músicos de jazz y galeristas, que es el personaje que le tenía reservado a ella (su museo es, en realidad, el hotel Le Bristol de la calle Faubourg Saint-Honoré de París).
Sobre lo tormentoso del rodaje, el verano del año pasado, han corrido ríos de tinta. Para empezar, en el set se presentó Nicolas Sarkozy con su legión de guardaespaldas. Al parecer, cuando se es el presidente de Francia es normal ir a contemplar cómo trabaja tu mujer. Hay quien afirma que hubo que repetir hasta 30 veces una toma en la que Bruni ni siquiera tenía que hablar. Según el guión, debía salir de una tienda con un baguette en la mano. Sin miradas a cámara ni gloria alguna, lo que, por lo visto, le resultaba harto difícil de digerir y llevar a cabo. También cuentan que la mayor parte de sus escenas se han sustituido en la sala de montaje por otras protagonizadas por la actriz Léa Seydoux.
Aún no he podido ver Midnight in Paris, que inauguró el Festival de Cannes 2011 el pasado mes de mayo, con lo que no os puedo decir la verdad. Pero estoy deseando ver esta ciudad ‘donde todos vuelven del trabajo con una barra de pan en la mano’, como la definía Italo Calvino en Las ciudades invisibles, que parece nacida para ser escenario del cine de Woody Allen, y que sin embargo no ha retratado hasta su película número 41 (se estrenó el 13 de mayo).
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