Puede que muchas de nosotras creamos que, tras ser descubierta la toxina botulínica, su uso se haya dedicado en exclusiva a la cosmética, a las inyecciones de Botox para la eliminación inmediata de las arrugas o la cirugía plástica en general.
La verdad es que no fue así. Según se ha sabido, el descubridor de esta toxina, Alan Scott, se arrepiente cada día de haber vendido su gran hallazgo a los laboratorios Allergan.
El descubrimiento tuvo lugar en el año 1973 y la función que le dio en aquel momento el oftalmólogo, fue para el tratamiento de pacientes con estrabismo. Los resultados eran ideales, ya que la neurotoxina debilitaba el músculo del ojo que con su excesiva contracción causaba la desviación de la mirada.
Fue tal el éxito del novedoso tratamiento, que el Botox fue cada vez más popular para otros tipos de desórdenes oftalmológicos, como la blefaroplastia o el movimiento involuntario del párpado. Además, Alan Scott se percató de que a los pacientes les desaparecían las arrugas justo en las zonas donde aplicaba la toxina botulínica, con lo que comenzó a investigar su posible uso en los tratamientos estéticos.
Tras convertirse en el artefacto por excelencia de los cirujanos plásticos, cabría haber esperado que el señor Scott se convirtiera en millonario con las nuevas aplicaciones de su neurotoxina. Dista bastante de lo sucedido, ya que el oculista únicamente cobró tres millones de euros (que tampoco está nada mal), cantidad pagada por el laboratorio Allergan allá por los años noventa.
Si no la hubiera vendido, estaría ganando 1.000 millones de euros al año, beneficio que asume con gran satisfacción el laboratorio Allergan, que no se deshacen del Botox ni con aceite hirviendo. Y no es para menos, pues actualmente se utiliza en 100 tratamientos, sin incluir la cirugía estética.
Seguramente, para el oftalmólogo Alan Scott, éste haya sido el mayor error de su vida.
Fuente e imagen: finance.yahoo