Al leer que Battle Hymn of the Tiger Mother (algo así como Himno de batalla de la madre tigresa), de Amy Chua, una profesora de Derecho de Yale, china pero nacida en América y partidaria de la educación restrictiva al estilo de su país de origen, ha sido número uno de ventas en EE.UU., me dan escalofríos. Pobres niños, ¿en nombre de qué o de quién quieren masacrar su infancia?
Mientras pienso, veo pasar a mi hijo mayor en chándal, bebiéndose mi zumo de granada directamente del brick. No muy lejos, su hermana no pierde detalle de un episodio de Skins, sin importarle que tiene que estudiar para el exámen de matemáticas. Y a su lado, tirado en el sofá, su hermano de 10 años juega con el iPhone de su padre, trapicheando con un crack como parte de un juego prohibido a menores.
Aunque sean las cuatro de la mañana en Connecticut, visualizo a las niñas de Amy Chua, Sophia y Lulu, de 18 y 15 años, que deben estar, en este mismo instante, tocando el violín con ropa de marca (una madre tigresa no deja que su prole vaya a dormir hasta que la tarea esté dominada). Y un grito sale de mi garganta: ‘¡Yo también quiero hijos chino-americanos! ¡Yo también tengo derecho a la élite de la infancia!’. Saco las uñas y me dispongo a pelearme.
La publicación del libro de Amy Chua coincide con un momento en el que el gobierno chino está intentando, a través de psicólogos y profesionales, cambiar el rol de los padres en el proceso educativo. En el país asiático han llegado a la conclusión de que los métodos tradicionales impedían la imaginación y la creatividad de los niños por ser demasiado opresores. Mientras Chua afirma que los padres chinos logran que sus hijos sean muy superiores a la media mundial porque ellos pueden ordenarles que saquen sobresalientes y los occidentales sólo pedirles que lo intenten.