La sandía es la fruta del verano por excelencia. Tiene su origen en las zonas tropicales del continente africano y se ha convertido en el postre típico de nuestras playas. Aunque existen más de 50 variedades, en general las podemos clasificar dependiendo de si tienen o no pepitas.
Las sandías más comunes sí presentan unas semillas negras o marrones de textura leñosa, y su corteza es de color verde oscuro. Las variedades sin pepita se están abriendo más paso en el mercado, ya que sus semillas blancas son casi imperceptibles y la pulpa resulta así más cómoda de comer.
El contenido en agua de las sandías es mayor que el de cualquier otra fruta (casi un 95%), por lo que es muy poco energética (100 gramos aportan menos de 20 calorías). Esto, unido a la cantidad moderada de fibra que posee, hace que resulte saciante. Lo más destacable de su composición es la presencia de una sustancia llamada licopeno, que es un carotenoide con propiedades antioxidantes y el responsable de su color rojo.
Además, toda sandía contiene vitamina A y cantidades apreciables de vitaminas C y del grupo B. En cuanto a los minerales, es una excelente fuente de potasio, por lo que resulta muy aconsejable como diurético, y, en menor proporción, posee también magnesio y calcio.
A la hora de comprarla y conservarla es importante elegir una sandía en su punto óptimo de madurez, ya que continúa madurando aunque se deje fuera del frigorífico.
La zona de la cáscara que ha permanecido en contacto con la tierra tiene que ser de color amarillo cremoso y nunca blanca o verdosa. Debe sonar a hueco cuando se golpea con los nudillos.
En la nevera, entre 7 y 10º, puede aguantar hasta tres semanas. No conviene bajar de esta temperatura, pues es muy sensible al frío.
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